Ayer se celebró el día del libro.
Por la mañana CODECLI, el Comité Departamental de Clubes del Libro, puso en pie
su tradicional acto de conmemoración con paneles y muestra bibliográfica, en la
Plaza Castro y Padilla y por la noche, el colegio Alemán, liceo Antofagasta,
William Booth y Colegio Rikie llamaron a una velada poética.
Con mucha solemnidad los clubes
del libro pronunciaron discursos y repartieron hojitas de papel con frases de
autores consagrados. Los clubes del libro están compuestos en su mayoría por
las mismas señoras que mes a mes se reúnen, y constituyen el único público
posible de las presentaciones de libros. Ni estudiantes de la normal, ni profesores
de literatura, ni libres pensadores independientes.
Esto me recuerda, como anécdota que
el año 2011 convocamos a un taller a los profesores de literatura de los
establecimientos mediante carta a cada dirección de establecimiento de la
ciudad y solo asistieron dos maestros, una de primaria y otro de matemáticas.
Por la noche, en festival de
declamación, con una lista kilométrica de participaciones, entonaron viejas
loas y poemas, desde el Seminarista de los ojos negros, pasando por el Pájaro
revolucionario, un terrible poema al aborto como Carta del niño no nacido, y
llegando al colmo con Rojo, amarillo y verde de Juan Enrique Jurado.
Toda esa poesía arrastrada de los
pelos por la historia hasta los escenarios llenos de niñas con vestidos de gala,
decoración y reconocimiento de flores plásticas.
En el primer caso, los clubes del
libro se reservan el derecho de fidelidad a la literatura, pero también han
creado el estereotipo de “sociedad”, y el “privilegio” de la lectura, propio de
gente culta a diferencia del vulgo. Con ellas culmina la historia lectora de la
ciudad y tras de ellas no queda nadie. Esto sin desconocer la amplia vocación
de sus organizaciones y su mérito propio y característico.
En el segundo caso, las mentes de
los niños y de los jóvenes declamadores ya vienen envejecidas. Sin oportunidad
alguna de encontrar un poema que no haya pertenecido a la generación de
programas radiales como los de Radio Emisoras Bolivia o Radio El Cóndor y seguramente
con amplia nostalgia de sus padres que de seguro tuvieron maravillosas noches
de gloria y fama. En esta ciudad sin librerías, sin nexos sin ganas de leer
donde cada desnutrido mental sale a pasear el motor de un automóvil que no
lleva a ninguna parte y, más del 50 % de la población pertenece a generaciones
que crecimos con el televisor, con teléfono celular e internet, con carnaval y
Obra Maestra, sin dictadura, sin Guerra del Chaco, con democracia y
transcultura, con tradiciones y plurinacionalidad, en fin una ensalada cultural,
donde poesía es sinónimo de “hora cívica”, de paletó, de hipocresía, donde la
ficción solo es concebible en 3D ¿qué podría importarnos un libro?
El mundo real, nuestro mundo,
hecho de marcha, futbol, desfile y carnaval, ha decidido ser la ciudad que prohíba
la imaginación y se ha auto condenado a extinguir todo intento de cultura que gire
fuera de su ruleta, y se empeña en educar desde temprana edad a que los niños
sean dinosaurios, a que se vistan de colorados y se les suban los colores al
rostro.
Pero yo sé y tengo fe que
invisibles a los ojos de zoognosis, los labradores insomnes, como dijera René
Antezana, husmean en la oscuridad del
día, en la incandescencia de la noche, las alas sublimes de aquel artefacto,
cuya boca muerde con ternura las miradas, o se ilumina a un clic, que descarga
la Gran Comedia Humana, y tras leve respiración se solaza. Pero ¿dónde es aquel
lugar en este desierto donde despiertan los sueños? ¿O no era acaso Juan Mendoza el que se estrelló en arenales y le
dibujó una tostadita de cordero al Principito?, ¿No era Van Gogh ese que se
paseaba en los pajonales amarillos?, ¿O no es acaso Virgilio aquel que nos
trajo hasta aquí?, ¿No es Oruro mejor que Macondo?, ¿o no se acaban de morir,
para todos, aquellos que vivirán para siempre?
SERGIO GARECA