Texto leído en la inauguración del ciclo dedicado a Wong Kar Wai en el Club de Cine "Kinetoscopio", Oruro.
Mijail Miranda Zapata
Me
gusta imaginar las películas de WKW como el Gran Colisionador de
Hadrones de la CERN. No dentro los criterios absolutos de la física
cuántica, claro. Sino como un mecanismo condensador de la materia, en el
que tiempo y espacio experimentan las mutaciones más inverosímiles y en
el que, gracias a las fuerzas inconmensurables que se desatan, puede
vislumbrarse el pathos esencial del universo. Así los científicos buscan
recrear las condiciones que dieron origen a todo lo que conocemos. Para
mí, como para otros tantos cinéfilos, la filmografía de WKW también
adquiere ese cariz cosmogónico.
Uno
de los tratados más hermosos que se han escrito sobre el cine y el arte
en general, escrito por el ruso Andrei Tarkovsky, lleva el presuntuoso
título de “esculpir en el tiempo”. Esa es una de las frases que mejor
define la cinematografía como ejercicio creativo. Y eso, en significado y
significante, son las películas de WKW. El tiempo esculpido en
imágenes.
Como decía, me gusta
pensar el cine de WKW como un portentoso aparato científico en el que el
tiempo estalla, se disuelve, reposa, se recompone y se amasa en miles
de posibilidades. Pero no siguiendo un predecible curso fisiológico,
sino amoldándose a las necesidades, obsesiones y caprichos del autor. O
sea, obedeciendo los dictámenes de la absoluta sabiduría del Creador.
Para graficar mejor esa confusa abstracción, me permito tomar una de las escenas recurrentes de In the mood for love:
el contoneo de una aristocrática y espigada figura femenina entregada a
un ralentí característico en el director. La composición cromática, el
contraste de texturas, la intencionalidad del encuadre, la precisión
poética en la concatenación de los cuadros, las elipsis que mutilan
cualquier noción temporal o narrativa, el espacio diegético
minuciosamente obsesivo, la cadencia del ritmo que alcanza lo visual sin
limitarse a lo sonoro, la musicalización que se desborda a sí misma y
lo abarca todo. Esa es la mejor forma de representar la labor escultora
del cineasta, porque transforma un trozo de materia cualquiera –ir a
buscar la cena o al trabajo o de compras- en una pieza que desborda
épica, nostalgia y deseo.
Esa es
la morfología del cine de WKW y esos también son los pilares temáticos
sobre los que se asientan sus inquietudes creativas. Respecto a estas
últimas, me permito tres apuntes.
1. Tendemos a catalogar lo épico en territorios grandilocuentes y extenuados. En In the mood for love, por
el contrario, resalta esa épica por lo cotidiano, que ya se perfila en
la filmografía anterior del director, pero es en ésta cinta en la que
encuentra su mayor grado de destilación. Porque se insiste en los planos
detalles, en la reiteración de acciones apenas modificadas, en la
difuminación de los protagonistas bajo las sombras, en un tránsito
cansino por espacios desvencijados.
Las
creaciones de WKW son poemas épicos, aunque deliberadamente líricos,
despojados de las despreciables cualidades morales del “heroísmo”. Espectros
urbanos, que sin quebrar su rutina ni el tiempo que viven, alcanzan con
recato el más extremo delirio. Y aun así, vencidos, se yerguen para
seducirnos. Son héroes parias, como Nat King Cole cantando en español o
una cantante tradicional china bajo sones gringos: desarraigo y
atemporalidad, batallas perdidas. Todas las voces en WKW son errantes y
han sido derrotadas. Por eso mismo son irresistibles, como la de Cristo,
o la de los juglares en el medioevo.
2.
Para nosotros, a este lado de la pantalla, los sucesos se hacen
inalcanzables. Todo está hecho de distancias. La forma en la que WKW nos
acerca a sus relatos plantea un mecanismo en el que podemos estar muy
cerca, pero siempre ocultos, distantes. Por eso observamos todo a medio
perfil, desde planos imposibles. El revelarnos anularía el juego. La
sensualidad de esta experiencia reside precisamente en su predisposición
voyeur. Nuestro cineasta anula los postulados de rompimiento
brechtianos y parece decirnos: Se mira pero no se toca. Es también una
forma de protegernos. Entregarnos a esa reconstrucción fractal del amor y
el deseo nos aniquilaría. Un Big Bang emocional.
Chéjov
decía que la felicidad no existe, que solo existen las ganas de
alcanzarla. Bajo ese concepto podemos cobijar la tensión erótica del
trabajo de WKW. No es lo que se muestra, sino lo que se oculta, aquello
que subyace lo concreto. Entre las paredes de la habitación 2046 todos
presentimos un magnético caudal de deseo. Es quizás el truco más atávico
del erotismo, pero representa una sublevación al odioso imperativo
contemporáneo: el ver para creer, o bien en este caso, ver para sentir.
La erótica WKW representa la derrota del porno, el regreso a lo
intangible, el triunfo de las pulsiones subterráneas por encima de las
construcciones racionales, el tacto subyugando la vista.
3. “No podemos tocar el pasado, sólo podemos recordarlo”. Aunque fatua, esta frase que cierra In the mood for love además
invoca esperanza. Desde la memoria, la eternidad del amor es infalible.
Aunque lastime, recordar es la única garantía de poseer lo amado. Lo
que transcurre más allá de nuestras evocaciones es tangible, pero
también efímero e inaprensible.
Por
otro lado, ese halo melancólico nos confiere un sentimiento de
pertenencia. La nostalgia es el signo de nuestros tiempos. La nostalgia y
la incertidumbre. Corremos por el mundo queriendo recuperar todas las
memorias, conocer todos los secretos, nos desvinculamos de nosotros
mismos, corremos a la montaña, lloramos en la boca de algún árbol e
inevitablemente naufragamos. Como toda la estela de anacoretas
postmodernos creada por WKW. Personajes que nunca están,
que viven para marcharse y huyen siempre, porque necesitan y buscan
padecer un pasado. Anhelan con pasión lo que en principio rechazaron.
Esa
fue la vida de WKW. Vivió su infancia en un país con un dialecto
distinto, en el que no podía comunicarse con el resto y la única forma
de vincularse al mundo era escapando de él y refugiándose en el cine.
Seguramente dentro la sala oscura se entregaba a historias de otros
tiempos y otras latitudes, las hacía suyas, las reinventaba para
acercarse más a ellas y, en algún otro simulacro de fuga, extrañarlas.
Al salir, lo imaginamos inconexo con su nuevo hábitat, añorando su
Shangai natal, la música de su infancia, los amigos de la calle, alguno
de sus hermanos.
Y así comenzó a
esculpir el tiempo, no me caben dudas. Fotografiando sus propios
recuerdos, mezclándolos con los personajes ficticios de la gran pantalla
y proyectando esas creaciones, tan íntimas, tan sentidas, tan puras, en
un sublime ecrán imaginario.
Así, nace un gran cineasta, un verdadero artista.
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